Estos días, con la situación de Ucrania y los conflictos y enfrentamientos en otros puntos de la Tierra, siento en mi corazón la necesidad de hablaros de la paz y de la urgencia de promoverla pidiéndosela también a Dios, que es el Señor de la Paz. Doy muchas vueltas a la idea de que estamos en este mundo para darnos vida y no muerte; somos servidores de la vida. Hay una necesidad de paz y de convivencia entre los hombres de todos los pueblos, y por ello hacen falta promotores de la paz. Creo que hemos de hacerlo por medio de la búsqueda de Dios. Fundamentalmente porque la paz es un don de Dios, ha sido la promesa de Dios a todo el género humano.
He encontrado un texto en el que el profeta Jeremías nos dice claramente lo que Dios quiere y lo que nos da a los hombres: «Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (cf. Jr 29, 10-14). Estas palabras tienen la profundidad y la originalidad que solamente sabe dar Dios a las cosas que afectan a la configuración del corazón de los hombres, esas que son más hondas, más grandes y fundamentales, que proceden de Él y son esenciales para la vida y la convivencia de los hombres. ¡Qué bueno es que nos hablen de la promesa de Dios! Un Dios que se dejará encontrar, que hay que escuchar y que nos escucha, y que nos reúne porque no quiere nuestra dispersión ni divisiones, sino que desea nuestra unidad. Hay una condición que nos pone el Señor: hay que buscarlo «de todo corazón». Por ello a los creyentes se nos pide proclamar y testimoniar que Dios está presente; que se puede conocer, aunque parezca oculto; que actúa en nuestro mundo y para nuestro bien siempre. Sabemos que el futuro de nuestra humanidad está marcado por la esperanza que otorga a la vida la armonía que da Dios cuando se acepta el orden divino. Él une corazones y convoca a la unidad. Creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, nos introdujo en su Vida.
El profeta Isaías incide en que nuestro tiempo lo es de bendición de Dios: «Hasta que se derrame sobre nosotros un espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en un vergel, y el vergel parezca un bosque. Habitará el derecho en el desierto, y habitará la justicia en el vergel. La obra de la justicia será la paz, su fruto, reposo y confianza para siempre» (Is 32, 15-17). Es bueno ser consciente de que, en el plan de Dios para el mundo y los hombres, son inseparables palabras como equidad, justicia o paz, que no alcanzan su verdadero significado más que cuando no se separan de los fundamentos que les da Dios mismo; no son fruto del esfuerzo humano, sino que proceden de la relación que tienen las mismas con Dios.
Para nosotros, los discípulos de Cristo, la paz es un don de Dios. Shalom, que siempre traducimos por paz, se refiere al conjunto de bienes en el que se consigue la salvación traída por Jesucristo. Es por ello por lo que reconocemos que Él es el Príncipe de la Paz: se hizo hombre, nació en Belén y trajo la paz a los hombres de buena voluntad. Sí, se la da a quienes acogen a Dios con fe y amor. Es un don, pero al mismo tiempo es un compromiso. Hay que acogerlo e invocar que venga. Más que nunca nuestra humanidad requiere hombres y mujeres que asumamos el compromiso de acoger esta paz y convertirnos en canales que llevan la paz. Para nosotros los cristianos, shalom no es un simple saludo, es el don de una paz prometida y conquistada por Jesucristo, es fruto de la lucha contra el espíritu del mal. Es una paz que no es la que da este mundo; tiene tal fuerza, alcanza tal profundidad, que solamente Dios puede darla y ofrecerla.
No nos cansemos de hacer posible que progrese la paz. Pidamos a Dios que nos otorgue y regale la paz. Los acontecimientos nos están llamando a dedicar tiempo a orar por la paz, a pedir al Señor que venga la paz, a hacer gestos de perdón, a trabajar por la reconciliación… para que la violencia nunca sea la que triunfe. Tienen que triunfar el diálogo y el amor fraterno sobre el temor, el desaliento o la desconfianza. Hoy más que nunca estamos invitados a trabajar por la paz con entusiasmo y con generosidad. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes, «la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer» (GS 78). Para construir la paz que nos regala Dios mismo, hay que ser hombres y mujeres de sabiduría, que hemos entrado con todas las consecuencias en esa escuela de sabiduría que desciende de lo alto. No bastan la técnica ni los acuerdos entre los hombres, ni siquiera asegurar ayudas económicas. Es verdad que necesitamos acuerdos, proyectos comunes, compromisos compartidos, pero deben enraizarse en los fundamentos de la paz que están en Dios mismo.
Mis mejores pensamientos para alcanzar la paz los he tenido cuando me he puesto a meditar sobre el rostro de Dios y del hombre. ¿Por qué hago esta afirmación? Al mirar al otro como imagen de Dios, al ver el rostro que Dios le dio, hago posible la paz, pues veo en su rostro a un hermano y a un fin, no un medio; no es un rival o un enemigo, sino que es otro yo a quien abrazo y respeto, y comparto con él una misión común en esta tierra. Esto es posible cuando Dios configura nuestra existencia y nuestras acciones. Cuando más habite Dios en nosotros, más y mejor veremos al otro como un hermano con el que vivir y construir. Cuando se respeta a la persona humana y se la reconoce como imagen de Dios, somos capaces de promover la paz y de construir y preparar un futuro donde todos los seres humanos vivamos ese humanismo integral. Dios no es secundario en la construcción de la paz, es la apuesta por vivir respetando la gramática que está escrita y descrita en el corazón del hombre.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid