Dos son las figuras que nos acompañan durante este tiempo de Adviento. En primer lugar, los profetas. El domingo pasado escuchábamos el anuncio de salvación realizado por Jeremías. También encontramos a Juan Bautista de modo especial, quien es presentado por Lucas como el precursor del comienzo de la vida pública del Señor. Pero la principal entrada en escena será la de María, la madre de Jesús, que se concreta en dos momentos: el IV Domingo de Adviento y la Inmaculada Concepción que celebramos este domingo, 8 de diciembre.
Desde hace siglos, España conmemora de modo singular esta solemnidad de Santa María, de tal modo que se nos concede interrumpir el ritmo de los domingos de Adviento para que prevalezca esta fiesta de la Virgen. Aún así, con esta celebración no se introduce una temática nueva en este tiempo de espera del Señor, más bien se pone el acento en el comienzo de la salvación que llega a través del Señor gracias al sí de María.
El pasaje del Evangelio de este domingo presenta el fundamento bíblico de María como concebida sin pecado. Al llamarla el ángel “llena de gracia”, antes incluso de pronunciar su nombre, se está reconociendo en ella, como nos recuerda el Papa recientemente, el rasgo que prevalece sobre su propio nombre. La plenitud de gracia de María, que se confiesa en esta página evangélica, será algo propio en el recuerdo y celebración de la Madre de Dios en la vida de la Iglesia.
Al igual que ocurre con otros acontecimientos relacionados con el nacimiento del Señor, la narración del evangelista nos sitúa en unas coordenadas espaciotemporales concretas con la finalidad de destacar que se trata de un hecho real y no de una fantasía. Principalmente, ese es el motivo por el que se ubica con precisión la localización de Nazaret. En segundo lugar, se vincula a María con José, perteneciente a la casa de David, pues de este linaje debía nacer el Mesías.
En definitiva, María es preservada del pecado original como preparación para ser la madre de Jesús. Este hecho nos permite llenarnos de admiración y contemplar lo que supone que exista una criatura humana sobre la que el mal no ha tenido poder. En realidad, esta gracia anticipa la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Es un fruto adelantado del Misterio Pascual.