Siempre que llega el tiempo de Cuaresma, los cristianos nos sentimos llamados a la conversión, es decir, a un encuentro cada día más fuerte y claro con Jesucristo. Sabemos muy bien que la fe se va afianzando y creciendo en el encuentro con Jesús que vive. Un Jesús que, cuando le dejamos entrar en nuestra vida, lo hace con una fuerza arrolladora y nos dispone a poner todo lo que somos de cara al Evangelio. De tal manera que nuestro modo de caminar por el mundo cambia, nuestro andar cotidiano es diferente, se hacen verdad en nuestra vida aquellas palabras con las que concluye la predicación que el mismo Jesús hizo en el monte de la Bienaventuranzas: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).
El tiempo de Cuaresma no podemos reducirlo a ciertas obras y prácticas que es bueno hacer, como son el ayuno o los sacrificios. En este tiempo se nos invita a entrar en la dinámica de hacer cada día más consciente en nosotros la vida nueva de la que participamos, la vida nueva del Bautismo. Podemos cambiar de país, de vivienda, de trabajo, de amistades, pero esto no es la vida nueva. La vida nueva es la vida de la que nos habla el apóstol san Pablo: «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en el pecado? ¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6, 2b-4). La vida nueva es la que Dios nos ha regalado en el Bautismo, es la vida de Dios mismo que se nos da y regala como un don, el de participar del amor más grande. Es esa vida que tan bellamente describe san Juan: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34).
¡Qué importante es recuperar en la Cuaresma la hondura a la que nos remite el poder decir que tenemos y poseemos una vida nueva! Lo entendemos cuando escuchamos lo que nos dice el Señor: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10). Todo lo que hacemos en este tiempo de Cuaresma: más oración, sacrificios, vigilias, ayunos, limosnas en nombre de Cristo, etc. es, en definitiva, para este fin, para que la vida de Dios esté en nosotros, que cada día sea más clara y evidente en nuestra vida. ¡Qué bueno es intensificar la oración para descubrir esta vida nueva! Os invito a hacerlo en este tiempo de Cuaresma: orar es ponernos en presencia de Dios, entrar en un diálogo sincero con Él, dejar que nuestra mente se conmueva y alcance el fervor y el amor que tenía la oración de Jesús. El secreto de todo lo que hacía Jesús y que deseaba comunicarnos estaba en todos los momentos que buscaba para estar a solas con el Padre en oración. A veces en la oración no hay palabras, pero siempre hay un encuentro con quien sabemos que nos ama. En la oración, ábrete a la acción del Espíritu Santo, que sea Él el que ponga en tu vida los sentimientos de Cristo, esos son los que te hacen experimentar la vida nueva que te ha sido regalada: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2, 5), que en definitiva es tener su mentalidad, su mirada, su corazón, su sensibilidad, su entrega, su amor.
La Iglesia, en nombre de Jesucristo, nos ofrece una Cuaresma para empezar a vivir dándonos a nosotros mismos. ¿Cómo se hace esto? No se logra con nuestras cualidades, que pueden ser muchas; se trata de acoger el amor mismo de Dios que se nos manifiesta en Cristo y que nos renueva, nos hace nuevos porque cada día nos hace ser más parecidos a Él. No perdemos nada de lo nuestro, pero todo lo nuestro, lo que Dios puso en nosotros, transferido a Él, tiene la novedad que su vida da a todas las cosas.
La Cuaresma se nos presenta como un momento fuerte en nuestra vida y más en este tiempo en que la pandemia de la COVID-19 asola a la humanidad. Debemos sacar nuestro corazón de todo tipo de rutina, dejar de vivir sin más, por costumbre. Volvamos a las raíces de nuestra vida en Dios. Esas palabras que se nos dicen cuando recibimos la ceniza, «conviértete y cree en el Evangelio», han de ser estímulo para sacarnos de la rutina y devolvernos al misterio del amor de Dios. En este tiempo, me atrevo a proponeros estas bienaventuranzas para que las hagamos vida:
1. Bienaventurados si en este tiempo de Cuaresma despertamos y rescatamos a este mundo del mal de la indiferencia y volvemos al Señor de todo corazón.
2. Bienaventurados si en este tiempo de Cuaresma nos entregamos a lo esencial: entrar más y más en la intimidad de Jesucristo para que toda nuestra vida sea organizada por un corazón que late al unísono del suyo.
3. Bienaventurados si en este tiempo de Cuaresma dejamos que el amor más grande alcance nuestra vida y devolvemos amor a otros: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36).
4. Bienaventurados si en este tiempo de Cuaresma trabajamos desde la solidaridad, ya que no se puede hablar de ayuno e incluso hacerlo sin trabajar para que otros no ayunen.
5. Bienaventurados si este tiempo de Cuaresma nos entrena a compartir la mesa con todos los hombres sin distinción, como manifestación concreta de la caridad, como gesto profético y visible de que el más feliz no es el que más tiene sino el que más comparte.
6. Bienaventurados si en esta Cuaresma en la Iglesia diocesana rubricamos el anuncio de Jesucristo, mostrando que por el Bautismo somos una gran familia que siente y vive como propias las angustias, sufrimientos y dolores de todos.
7. Bienaventurados si no tenemos los ojos, el oído y el corazón cerrados y somos capaces de ver las llagas, oír y escuchar los gritos, las destrucciones, las violencias, los desprecios a los derechos de las personas, las pobrezas y las miserias, las corrupciones.
8. Bienaventurados si en este tiempo de pandemia en el que hemos tenido que estar más solos, con más oportunidad de entrar en nosotros mismos, hemos tenido la gracia de escuchar: «Venid a mí». ¿Por qué? Porque algo no va bien y necesitamos cambiar, dar un viraje, comenzar de nuevo, convertirnos.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid