Quiero recordar, en estos momentos en los que despedimos de esta tierra a Benedicto XVI, la importancia que daba a la fe, traducida en el amor y manifestada en la vida con esperanza. Has sido un testigo de la fe. En tu discurso de despedida del viaje que hiciste a Alemania en septiembre de 2006 dijiste: «En la fe, estoy convencido de que en Él [Cristo], en su Palabra, se encuentra el camino no solo para alcanzar la felicidad eterna, sino también para construir un futuro digno del hombre ya en esta tierra». Gracias por ser un hombre que viviste, enseñaste y predicaste que «la fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado. Se crea una nueva libertad ante este fundamento de la vida que solo aparentemente es capaz de sustentarla, aunque con ello no se niega ciertamente su sentido normal» (Spe salvi, n. 8). Tu vida, Papa Benedicto XVI, es una invitación a creer, a dejarnos alcanzar como Santa María por la Palabra de Dios, a descubrir en Ella lo que significa en nuestra vida la grandeza de Dios, que nos da seguridad y nos libra del miedo aún en medio de las tormentas de la historia de los hombres.
Gracias por enseñarnos a ver todo con ojos de fe, lo cual requiere una mentalidad nueva y espiritual. Y nos pide el desarrollo de aquellas virtudes que nos hacen a cada uno de nosotros crecer en santidad y dar frutos espirituales en el propio estado de vida. Por otra parte, tú has sido un maestro y nos has podido decir que la fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida. ¡Qué bien nos has explicado que Jesús nos muestra cómo alcanzar la libertad y ser felices! «Si permanecéis en mi Palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). ¿Dónde está el camino de la felicidad? Nos has dicho con claridad que está en decir sí a Dios, pues Él es quien hace brotar la fuente de la verdadera felicidad. Este sí libera al yo de todo lo que nos encierra en nosotros mismos. Hace que nuestra pobre vida entre en el rico proyecto de Dios, pero sin entorpecer nuestra libertad ni nuestra responsabilidad. Abre nuestro corazón estrecho a las dimensiones de la caridad divina, que son universales. Conforma nuestra vida a la vida misma de Cristo, que nos ha marcado en nuestro Bautismo.
¡Qué palabras tuviste siempre, en momentos muy diversos, para decirnos que el centro de la nueva evangelización ha de ser la proclamación de la vida, de la vida abundante! Hay unas en la catedral de San Patricio, en Nueva York, en 2008 que es bueno recordar: «La verdadera vida —nuestra salvación— se encuentra solo en la reconciliación, en la libertad y en el amor que son dones gratuitos de Dios». De maneras muy diferentes incidiste en que sin Dios la vida no tiene sentido, en que sin Dios no hay lugar para la esperanza. Convencido de que el mundo tiene hambre de esperanza, tuviste un empeño especial por dar a conocer a Dios, por anunciar el Evangelio. «Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida» (Spe salvi, n. 27).
Gracias también, Benedicto XVI, por ese empeño especial por hablarnos de la gran prioridad de volver a dar sentido a la acogida de la vida como don de Dios. La vida es Cristo mismo. Nuestra apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. En este tiempo de Navidad y en la cercanía de María, nuestra Madre, podemos contemplar lo que significa estar abiertos plenamente a Dios, tener el corazón y la vida abiertos a Dios, dejándonos penetrar por su gracia. Siempre vi en la Virgen a la maestra que nos enseña a decir sí a Dios. Un sí que nos abre a la acción de Dios y nos hace mirar a los demás como Él mismo nos mira: partiendo siempre del corazón, con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente hacia los más solos, despreciados y explotados.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid