Avanza la tramitación de la ley de eutanasia. La noticia es grave. La misión del hombre es defender la vida siempre y poner todos los medios que estén a su alcance para hacerlo. La muerte provocada no es más que el atajo fácil ante la debilidad y el dolor. Debemos apostar por los cuidados paliativos y el acompañamiento integral en la etapa final de la vida. No se puede instaurar esa terrible ruptura moral por quienes estamos al servicio de la vida. ¿Cómo eliminar esa ruptura moral? ¿De qué modo hemos de defender la vida?
Se nos impone una respuesta, muy clara en este tiempo de Adviento: para nosotros la única orientación, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es Cristo. Mirémoslo. Contemplemos su Persona y meditemos sus palabras. Por un hombre vino la muerte, por «Dios que se hizo hombre ha venido la Vida». En las circunstancias actuales hemos de mirarlo a Él, a quien es la Salvación, a quien ha triunfado frente a la muerte y nos recuerda que somos creados para dar vida. En el corazón de todo los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad es bueno recordar y renovar la afirmación del apóstol cuando le dice a Cristo: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna». Y cuando volvemos la mirada a Cristo, tenemos que acoger esa afirmación que el Papa Francisco con tanta claridad nos dice: «La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza».
Viene bien recordar aquellas palabras del Concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (RH10). Envueltos en este misterio de Jesucristo descubrimos que el hombre no puede vivir sin amor. Necesitamos amar. Y amar nada tiene que ver con matar. Cuando quiero a alguien, si se acerca su muerte, buscaré por todos los medios que no tenga dolor y no me desentenderé de él. Lo que más desea de mí es que le muestre mi amor, si cabe, con más hondura en esos momentos. Las palabras de san Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis tienen plena actualidad cuando se cuestiona la vida o se decide dar la muerte: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa de él vivamente» (RH 10).
Un pueblo, si de verdad sirve a los suyos, ha de servir a la vida. Concentremos nuestras fuerzas en esta misión. Cuando se cuestiona la vida en uno de los momentos más sublimes del ser humano, que es despedirse de este mundo, hemos de ayudar a todo ser humano a que se encuentre a sí mismo. Los cristianos, amemos con el amor y la pasión con la que Cristo nos ha amado y regalemos este amor a todos. A través de nosotros, Jesucristo sale al encuentro de cada persona para regalarle vida y no muerte. Porque lo nuevo ha comenzado.
Con Jesucristo hemos conocido la verdad sobre el hombre. Por mandato del Señor, la Iglesia no puede permanecer insensible a ninguna de las situaciones que vive. Alza la voz cuando se plantea el falso «para que no sufra, le doy la muerte», en vez de intentar que se sienta amado, que experimente compasión… En los países en los que se ha legalizado la eutanasia, los más débiles y quienes se sienten carga y peso para su familia, se ven condicionados y presionados. No tengamos miedo. La Iglesia nunca ha abandonado al hombre. Y por ello recuerda ahora que el camino de vida que nos ha ofrecido el Señor es el único camino. En su historia ha ido al encuentro de los enfermos, creando hospitales; de los ancianos, creando asilos y residencias; de los niños y jóvenes, creando casas de acogida y escuelas… Aquellos de quienes muchas veces nadie se ocupaba siempre tendrán un lugar para la Iglesia.
Ante la tentación que vive la humanidad, y muy particularmente España, de legislar para morir y no para vivir, es importante plantearse:
1. ¿El progreso al que hemos llegado hace que la vida del hombre en todos sus aspectos sea más humana? ¿Hace que la dignidad del ser humano sea más valorada y reconocida? Una cultura que cuestiona la vida misma, desde el inicio hasta la muerte, olvida lo esencial del ser humano. Seamos más conscientes de la dignidad que se nos ha dado, más responsables de regalar el amor, que es lo que más necesita el ser humano para crecer.
2. ¿Las conquistas que hemos logrado en distintos aspectos de la vida fomentan el progreso moral y espiritual del hombre? Es bueno que nos preguntemos si crecemos entre nosotros en el amor social, en el respeto a los derechos de los demás, o si vamos creciendo más en los egoísmos, en el mirar más para nosotros mismos, en el dominio sobre los demás. La Iglesia, animada por la fe, debe dar un lugar central al hombre en sus iniciativas.
3. Se nos ha hecho partícipes de la misión de Cristo, ¿servimos a esta misión? El amor, la verdad y la vida de Cristo tienen que entrar en nuestra vida, como entraron en la vida de los santos de la Iglesia. Iluminados por la luz del Señor vivían en la verdad y lo expresaban con su mismo amor. Hoy, ante la realidad de la eutanasia, es necesario que ese amor, verdad y vida de Cristo alcancen la vida humana. Provocar la muerte de una persona con una enfermedad avanzada, crónica o terminal es no servir a la misión que nos dio Jesucristo. El amor nos lleva a estar junto al enfermo mostrándole con hechos su dignidad; con los cuidados paliativos que necesite; aliviando el dolor, la angustia, la soledad. Nadie es una carga. Es más, el enfermo en concreto debe ser visto, y así lo ha de percibir él, como una persona a la que hay que atender y curar, que nunca será un problema ni un objeto inútil o una carga que solo produce gastos a la sociedad e incomodidades a la familia.
Tengamos, vivamos, mostremos e instauremos esta verdad: hemos sido creados para dar vida.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid
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