En este tiempo de Cuaresma es importante que nos dejemos dar la mano por el Señor. Es toda una experiencia gozosa seguir los encuentros que Él tiene en los Evangelios, pues en todos se manifiesta la obra que desea hacer. Cuando los primeros discípulos no sabían todavía, con todas las consecuencias, con quién estaban, el Señor quiso hacerles experimentar el afecto de su corazón. Un día tomó consigo a Pedro, a Santiago y Juan y se los llevó a un sitio aparte. Quería hacerles experimentar que hemos salido de las manos de Dios, que en ellas estamos y a ellas volvemos. Es en sus manos donde encontramos esa felicidad que todo ser humano necesita para estar a gusto consigo mismo y con los demás, para vivir, para tomar la vida en las propias manos y regalar el amor recibido.
Recuerdo a la hermanita Madeleine de Jesús, cuando en el año 1942 narra su experiencia de un viaje a Souillac (Francia). Cogió su equipaje y, andando sola por la carretera, se encontró con tropas alemanas que iban a ocupar el resto de Francia… En ese camino, ella nos habla de sus tristezas y miedos. Tenía miedo, pero pensó: «Estoy en las manos de Dios». Y esto la llevó a hacer un viaje diferente. Tan en manos de Dios se sentía que, cuando divisó a las tropas alemanas, tuvo presente aquello que nos dice el Evangelio de «amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen». Entonces comenzó a mirar a aquellos alemanes que pasaban junto a ella de otra manera. Tuvo la tentación al principio de verlos como enemigos pero, al recordar las palabras del Señor, aquellos hombres eran sus hermanos y como tales tenía que mirarlos. Dejó que Él pusiera en su corazón la máxima indulgencia y comenzó a repetir las palabras de Jesús: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Esta experiencia marcó su vida, le dio otra manera de vivir y de sentir a los demás, a todos.
Déjate dar la mano por el Señor. Esta Cuaresma, intentemos que en nuestro corazón habite el amor de Dios para regalarlo. Descubramos que merece la pena vivir la vida entregando este amor de Dios a todos los que encontramos en el camino. Este amor es el que se presentaba y se acercaba a los discípulos en el monte de la transfiguración. El Señor los llevó al monte, deseaba que viesen con sus propios ojos la gloria de Dios, que es su mismo Amor. Lo experimentaron viendo cómo «el rostro del Señor resplandecía como el sol». Sus vidas se llenaron de su Luz, se llenaron de lo que veían: el Amor en su Belleza más grande. Tan a gusto se sintieron, que Pedro dijo: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todos los hombres que habitamos este mundo somos mendigos de ese amor de Dios, lo buscamos por todas las partes y precisamos experimentarlo. Necesitamos escuchar aquellas palabras que escucharon los apóstoles: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». El amor de Dios tiene que entrar en todos los corazones, en todas las situaciones. El Señor nos ha dejado aquí en este mundo para que lo aproximemos a los demás. Para ello hay que ponerse al lado de los hombres, en el camino de su vida, dejándonos dar la mano por el Señor. Igual que hicieron los primeros discípulos. De tal modo que, donde hay división, sangre, enfrentamientos, rupturas, cerrazón, incomunicación, se ponga el amor que habita y está entre nosotros. Después de hacerles tener esta experiencia fundante, el Señor enseguida les dice: «Levantaos, no temáis». Ellos, «al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo».
Hemos de volver a Jesús para poder decirle lo mismo que santa Teresa de Jesús en uno de sus poemas: «Alma, buscarte has en Mí. Y a Mí buscarte has en ti». En esta Cuaresma, dejemos que el Señor nos dé su mano como se la dio a aquellos primeros discípulos:
1. Tiempo de retiro. Ten momentos de soledad, deja que el Señor te lleve a un lugar aparte. Es un lugar para crecer en el amor, para encontrarnos con Él. El himno a la caridad no deja lugar a ninguna confusión. Se puede ser lo más, como dicen los jóvenes, dar todo, dejarse quemar vivo, pero si no tenemos amor… El amor verdadero nos capacita para buscar y hallar a Dios en todas las cosas. «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!».
2. Tiempo de contemplación. Mira cara a cara al Señor como los discípulos en la transfiguración. La necesidad de contemplar este amor de Dios en la transfiguración es esencial. Hay una experiencia clara en la vida: cuando la forma de amar de Dios no está presente en nuestras formas humanas, el amor se degrada. La idea de que somos imágenes de Dios quedaría vacía si no incluyera la esencia de Dios, que es ser Amor, de tal modo que la del hombre de algún modo también lo es. «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
3. Tiempo de compromiso para dar visibilidad a Cristo. Hay que bajar del monte llenos del Amor de Dios. ¿Qué sucede en el hombre o la mujer que se sienten amados por Dios? Que queda afectada su vida y su forma de amar, pues descubren que Dios los ama sin condiciones. Se sienten valiosos y eso engendra dinamismo en su vida para entregarse incondicionalmente a amar. El amor de Dios nos re-funda; no nos arregla o nos pone un parche, sino que nos hace ser una criatura nueva. «Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: “Levantaos, no temáis”».
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid