La cultura actual está marcada por un subjetivismo grave. Esta marca se manifiesta en ese individualismo feroz de sálvese el que pueda y también en un fuerte relativismo. Con frecuencia nos convertimos en medida de nosotros mismos, colocando nuestros intereses como lo primero y olvidando a los demás. Es triste que el yo sea el único criterio para valorar la realidad. Y es triste ver cómo nos encerramos en ese pequeño mundo que nos creamos, en el que no tienen cabida los grandes ideales. Todos padecemos, ya que unos dejan de mirar a los demás y otros se sienten abandonados a su propia suerte.
Es urgente dejarnos tocar por Dios y abrirnos, con todos los medios, a la transcendencia. Nos permitirá descubrir que somos hermanos y nos llevará a hacer lo que esté en nuestras manos para que todos vivamos con la dignidad de hijos de Dios. La Iglesia, el Pueblo de Dios, tiene mucho que decir, pero especialmente tiene que mantener aquella pregunta que le hicieron a Jesús, «¿quién es mi prójimo?», y vivir la respuesta que Jesús quiere que demos. Desde el modo de entender al ser humano que se nos revela en Él, eduquemos para caminar juntos por esta tierra. Seamos capaces de hacer una propuesta educativa con el respeto y la consideración del otro que Dios tiene de nosotros. Aquí se cumple eso que dice el Señor: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». De Dios es el ser humano: hemos sido creados a su imagen y semejanza, somos y nos construimos en Él, por Él y desde Él. Esta oferta educativa la hizo desde el inicio la Iglesia y está presente en todas las latitudes de la tierra.
El Señor nos propone un camino de vida: acercarnos al prójimo, muy especialmente a quien vemos tirado, apaleado y maltratado; arrodillarnos ante él y mirarlo; poner todos los medios necesarios para curar las heridas que tenga; prestarle nuestro apoyo, y buscar lo necesario para que recupere su dignidad… No se trata de hacer actos o gestos puntuales de ayuda, sino de devolver siempre la dignidad de hijos de Dios. Hemos de asumir el compromiso de caminar así por esta tierra, como hizo Jesucristo.
A pesar de ese intento de cerrarnos en nosotros –que nos lleva a asumir roles de consumidores y espectadores– y aunque prevalezcan los intereses individuales y decrezca la dimensión comunitaria, constatamos que se están dando movimientos y deseos de abrir nuestra vida a otros. Van surgiendo grupos que no quieren quedarse encerrados en sus propios límites. Ello provoca que se comience a mirar a los demás y a todo lo creado con una novedad muy grande. Es un anhelo de fraternidad que nace cuando cultivamos la interioridad y que nos hace caer en la cuenta de que, en nuestro ser más profundo, está marcado el proyecto del Creador. Qué bien expresa el Papa Francisco: «Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad» (Fratelli tutti, 8).
Muchas veces me he preguntado cómo hacer nacer el deseo mundial de fraternidad. Desde hace XXI siglos, en todas las épocas, la Iglesia ha sabido estar en medio del mundo reconociendo los valores de la cultura de su tiempo. Hoy, cuando estamos asistiendo a un cambio de época, hemos de acoger todos los valores que se han hecho presentes: conocimientos científicos, desarrollo tecnológico, derechos humanos, libertad religiosa, democracia… y, al mismo tiempo, incorporar la novedad que trae el Evangelio y que no podemos olvidar: el mandato y el deseo de buscar siempre la fraternidad («Id por el mundo y anunciad el Evangelio» y «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»). Traduzcamos eso en nuestra vida y en la vida de la humanidad proponiendo un sistema educativo que no renuncie, sino que se implique en hacer posible la fraternidad de los hombres.
En todos los pueblos de la tierra late el deseo de vivir la fraternidad. Y la Iglesia, con el anuncio del Evangelio, quiere y puede provocar el enriquecimiento de la cultura. En ese anuncio de Jesucristo se unen aspectos como abrir puertas a todos, buscar el encuentro con y entre los hombres, experimentar la universalidad en la grandeza de un corazón que vive en el encuentro y el diálogo… Como dice el Papa Francisco, «soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (Fratelli tutti, 8). En esta línea, me gustaría proponeros que:
1. Trabajemos por el sueño de ser una gran familia toda la humanidad. Trabajemos los unos por los otros, conscientes de que el amor, la justicia y la solidaridad no se alcanzan de una vez por todas, sino que se han de conquistar cada día.
2. Utilicemos las herramientas que nos da el Señor. Hemos de buscarnos los unos a los otros («eres mi hermano», «cuido de ti», «converso contigo»), sabiendo que pueden existir distancias, pero buscando siempre acortarlas y no agrandarlas. En todos los continentes ha habido sueños en los que se ha trabajado por superar divisiones, lograr la paz o fomentar la comunión, pero al mismo tiempo observamos las frustraciones de tales sueños con las divisiones que a menudo se dan en un mismo pueblo, donde el resentimiento, la agresión, las nuevas formas de egoísmo se mantienen. La Iglesia promueve un sistema educativo que pueda alcanzar a todos los hombres, en el que el otro sea alguien sagrado y su vida implique la nuestra para cuidarla.
3. No es un sueño o un delirio inalcanzable. Educar para eliminar distancias; marchar hacia un mundo más unido y más justo; cuidar nuestra casa común que incluye cuidarnos a nosotros; eliminar la gestación de vacíos en la existencia, que pueden llenarse creando nuevas guerras disfrazadas de reivindicaciones; decir no al despilfarro; hacer posible que nadie se sienta descartado en sus derechos; desplegar iniciativas a favor del bien común; ir a las raíces de la esclavitud para ver cómo nace cuando la persona humana es tratada como un objeto y reducida a ser propiedad del otro… Asumamos una pasión compartida por una humanidad a la que pertenecemos todos. Nos necesitamos y debemos los unos a los otros.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid
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