TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (B): EL DON DE PROFECÍA
Isaías 61,1-2a.10-11; 1 Tesalonicenses 5,16-24; Juan 1,6-8.19-28
HABLA LA PALABRA: No apaguéis el Espíritu
En este tercer domingo de Adviento nos topamos con un término que no suele formar parte de nuestro lenguaje habitual, y menos aún, cuando hablamos de las cosas de Dios: es el término Profeta.
- Del profeta Isaías escuchamos la mejor definición, dicha en primera persona, de lo que es un profeta: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos…”.
- El Magníficat nos ofrece la oportunidad de ver un aspecto de la vocación de María, la madre de Jesús y madre nuestra, que no solemos tener demasiado en cuanta en la piedad mariana tradicional: María se nos muestra como profeta de Dios, y en su profecía encontramos:
- El anuncio: “Su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”
- Y la denuncia: “A los hambrientos los colma de vienes, y a los ricos los despide vacíos”
- San Pablo nos da, en su primera carta a los Tesalonicenses, una indicación importantísima: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis el don de profecía, sino examinando todo, quedaos con lo bueno”.
- Por último, el Evangelio de Juan no muestra al último de los profetas antes de Cristo, a Juan Bautista:
- cuyo testimonio es el de la libertad (la vida en el desierto es el signo de que sólo Dios es imprescindible en la vida);
- y cuyo mensaje es el de la preparación (“Allanad el camino el Señor”).
HABLA EL CORAZÓN: Somos profetas
- El profeta, por tanto, no es el adivino del futuro (eso es el embaucador, el charlatán, el hechicero… todo lo contrario al profeta). El profeta en cambio es:
- Un mensajero: Recibe del Espíritu de Dios un mensaje para su pueblo: un mensaje de revelación, un mensaje de advertencia ante la tentación del hombre, un mensaje de conversión, o un mensaje de promesa.
- Un testigo: que cuenta la voluntad de Dios con sus gestos y palabras, por el que a través de sus ojos y de sus manos, Dios mira con ternura al hombre y cura sus heridas.
- Y esto quiere decir, al menos, dos cosas importantes para cada uno de nosotros:
- Que todos somos profetas. Claro que lo somos. Además, fuimos ungidos profetas por Dios (ni los profetas del Antiguo Testamento tuvieron tal imposición): cuando en nuestro bautismo fuimos ungidos con el oleo de salvación se nos dijo: “quedas instituido, en Cristo Jesús, sacerdote, profeta y rey”.
- Y que para ser profeta el don del Espíritu más importante es el don de discernimiento, que ha de ser conquistado con la humildad, la oración, y el trabajo, somos capaces:
- De distinguir en cada tiempo los signos de Dios.
- De distinguir bien la verdad de la falsedad, el bien del mal, lo cual hoy no es nada fácil porque el relativismo consiste precisamente en el engaño de creer que no existe diferencia ni entre la verdad ni la falsedad, ni entre el bien y el mal.
- Y todos estamos llamados, en el adviento de este tiempo de la historia (la espera en la segunda venida de Cristo en gloria), a ser profetas no dejándonos atar por nada en este mundo, y haciendo nuestra parte para que el camino de la humanidad hacia Cristo sea más llano, es decir, más fácil de recorrer, si sembramos a nuestro alrededor paz, justicia y amor.
HABLA LA VIDA: El Papa Francisco, profeta de hoy
El Papa Francisco es también, hoy, un gran ejemplo a seguir como profeta de nuestro tiempo:
- Nos habla de un Dios lleno de ternura. En una entrevista dice que habla con él cuando está adorando al Santísimo, pero también cuando esta a la espera de ser recibido por el dentista. Y es que, nos dice: “Yo puedo olvidarme de él, pero él no puede olvidarse de mí”.
- No tiene pelos en la lengua a la hora de denunciar el mal, la economía que mata, el trato inhumano a los emigrantes, o desenmascarando a los cómplices de la corrupción.
Que Dios le de fuerzas, y que no dejemos que los profetas de calamidades, que son los profetas del maligno, nos separen de él.
Manuel María Bru Alonso, delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid