En mi última carta semanal del curso, deseo hablaros de una tarea esencial para el cristiano: la oración. Y lo hago sabiendo que muchos vais a tener unos días de descanso. Os invito a entrar en diálogo con Dios para así mantener un diálogo verdadero con los hombres. Buscad tiempos de silencio: en medio de la naturaleza, en la ermita del pueblo en el que estéis, en el santuario que visitéis, en el templo parroquial de donde vivís, en vuestra casa meditando un pasaje de la Biblia… Tened la experiencia de nuestra Madre la Virgen María, que lo dejó todo al juicio de Dios. ¡Qué fuerza tiene su «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Para facilitaros la oración, durante el mes de agosto os indicaré la cita del Evangelio del día junto a mis tuits.
¿Qué nos pasa para no saber lo que nos pasa? Esta pregunta se puede responder desde muchas instancias; yo os animo a que la respondáis desde un encuentro abierto y sincero con Dios en la oración. Deseo que todos recuperemos la esperanza que nos ofrece Jesucristo. Hemos vivido con fuerza, y seguimos viviendo de otra manera, la amenaza de la pandemia. Ello afecta a nuestra vida, nos quita esperanza. Es verdad que, en muchos aspectos, la pandemia nos ha hecho volver la mirada a Dios, pero hay que fortalecer esa relación con Él para recuperar la esperanza.
Me vais a permitir que vuelva a mis años de estudiante en Salamanca. Recuerdo leer la última obra de santo Tomás de Aquino, la inconclusa Compendium theologiae, que deseaba estructurar según las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Allí identifica la esperanza con la oración, pues el capítulo de la esperanza es al mismo tiempo el capítulo sobre la oración. ¿Por qué esa identificación? Porque la oración es esperanza en acto. Caed en la cuenta de que en los momentos en los que oráis, en ese diálogo con Dios, se desvela la razón por la cual es posible esperar. Entramos en contacto con el Señor del mundo que nos escucha y podemos escucharlo.
No viene mal y se hace necesario recordar cuando el apóstol san Pablo nos manifiesta que no puede existir auténtica oración sin la presencia del Espíritu Santo en nosotros: «El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene –¡realmente no sabemos hablar con Dios!–; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios» (Rm 8, 26-27).
La oración cristiana nada tiene que ver con el intimismo consolador y tampoco nos evade de la realidad; es siempre fuerza de esperanza, expresión máxima de que el poder lo tiene Dios y no los hombres, un Dios que es Amor y que nunca abandona al ser humano. Nunca tengamos miedo a ser hombres y mujeres de oración, porque ahí, en ese diálogo con Dios, es donde se realiza el verdadero encuentro con uno mismo y con la realidad y salen las fuerzas necesarias para afrontar con esperanza todas las situaciones. Dios desea transformar este mundo con nuestra conversión y esta comienza con el grito de un ser humano que implora perdón y salvación. La oración cristiana es expresión de la fe en el poder de Dios que es Amor y que nunca abandona al hombre.
Cada vez que medito la parábola del juez y la viuda (cfr. Lc 18, 1-8) descubro en ella el valor de la oración constante. Con el ejemplo, Jesús nos manifiesta que la oración continua y sin desfallecer es necesaria. Y nos hace pensar en los pequeños, en los últimos, en tantas personas rectas, sencillas, que sufren y se sienten impotentes. Como hace ver Jesús con esta parábola, Dios siempre escucha. Las palabras con las que termina tienen una hondura singular y nos hacen descubrir el valor de la oración insistente: «Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas?”».
Para hacer oración, tenemos que entrar en el silencio, en el recogimiento. En mi vida encontré una maestra singular en María. Quizá me llevó a ello el ver cómo María sostuvo la fe de Pedro y de los demás apóstoles en el Cenáculo. Con Ella aprendemos a vivir de fe, a crecer en ella y a permanecer en contacto con el misterio de Dios en todos los acontecimientos de nuestra vida. ¿Habéis caído en la cuenta de que en la Iglesia todo se hace a base de oración? Es la fuerza de la oración la que va transformando nuestra existencia y la que nos colma de esperanza, esa que Jesús trae. En este sentido, quiero terminar con tres recordatorios:
1. La oración conforma a la persona. El dicho popular «dime con quién andas y te diré quién eres» puede servir para entender la afirmación de que la oración conforma la existencia: cuando nuestra relación con Dios es sincera y nos dejamos hacer por Él, nos da un modo de ser y de vivir que tiene que ver con la parábola del Buen Samaritano o con el capítulo 25 de san Mateo.
2. La oración nos hace sensibles a las necesidades de los hombres. La oración une, nos abre el corazón, nos recuerda una verdad que tiene una fuerza extraordinaria: somos hermanos porque todos somos hijos de Dios. En la oración se aprende a decir Padre y a encontrarnos como hermanos; en la oración solamente hay hermanos.
3. La oración nos hace dichosos: es la dicha de poder hablar con Dios. Es un Dios que nos ofrece, como al ciego Bartimeo, toda su disponibilidad: «¿Qué quieres que haga por ti?». Un Dios que, como a Zaqueo, nos ofrece proximidad y cercanía: «Quiero entrar en tu casa», porque «he venido a salvar y no a condenar». Somos criaturas necesitadas, ¡qué fuerza tienen los encuentros con Jesús en el Evangelio! Casi siempre el encuentro con Jesús se realiza partiendo de una petición que le hacen.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid
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