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Trazos del rostro de Dios desde los migrantes. «Tu rostro buscaré, Señor»

Don José Cobo Cano Arzobispo de Madrid.
Responsable del Departamento de Migraciones de la CEE 

Dios dibuja su rostro como historia y la hace «historia de la salvación» 

El migrante nos ayuda a releer las categorías teológicas fundamentales. Desde ellos percibimos que este rostro de Dios se dibuja con nuevos tonos. Las herramientas teologales básicas, como peregrinaje, liberación, promesa, camino, éxodo, resto de Israel, huérfanos, pobres y viudas… Todas cobran nueva fuerza y presentan cercanías nuevas de Dios en medio de su pueblo.

No es igual hablar de promesa o de éxodo desde la teoría, o un libro, que desde las colas de entrada por Ceuta, Canarias o la frontera mexicana. Con los relatos de tantos migrantes aprendemos a recuperar una renovada espiritualidad de historia de la salvación. Es un redescubrimiento para esta época, donde recuperaremos la lectura creyente del paso concreto de Dios por la historia personal y por la de su pueblo. 

Dios abraza: la mística del abandono 

«Estos son los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7,14) y nos anuncian el paso de Dios en la desesperación. Nos ayudan a hablar de Dios en medio de la mística del abandono, tan necesaria para hoy. 

Cuando tendemos a escamotear y disimular las dificultades, los migrantes ayudan a encarar pascualmente las trabas o la cadena de desarraigos que sufren. Con sus vidas y las de sus familias nos hacen escuchar en lo hondo de sus oraciones el salmo 21. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Desde ahí nos ayudan a entender los vacíos de la humanidad y los nuestros.

En la bajada y despojamiento pasan, en su camino migratorio, como Job, por la herida de sentir que Dios ha desaparecido y preguntan en el punto oscuro de sus crisis: ¿dónde está Dios? Pero en lo hondo del abandono, su fe nos abre a la experiencia de ser rescatados por Dios, aun en medio de tantas oscuridades. Así, nos enseñan a unir la desesperación y la alabanza al mismo tiempo, aun sin ver nada claro. Solo por acoger la presencia de Dios.

Narrar el tránsito, el paso y el miedo es la tarea que se nos pone delante en un mundo que lo escamotea. Por eso, la Conferencia Episcopal Española[1] constata la necesidad de formar agentes de pastoral migratoria para atender las necesidades específicas de esta población y recuperar el «espíritu que, desde la experiencia y la trayectoria ya vivida, nos proponen». El reto es: ¿cómo ayudamos a que hagan su relato y nos desinstale su experiencia?

En este contexto solo me atrevo a apuntar dos trazos que dibujan su experiencia y que apuntan a mostrar a Dios entre el abandono: 

– Dios es acompañante en todo momento de intemperie. La intemperie, por tanto, es lugar de anuncio de Dios. 

– Dios señala que la meta de la vida es la vida eterna. La posibilidad de la muerte es parte de este proceso migrante, por eso, en ellos aprendemos a vivir los dolores de la vida, pero en la clave de eternidad, en marcha y teniendo siempre el horizonte «en busca de una ciudad futura». La muerte en Dios, el futuro cierto de la vida de los pobres, es la realidad que marca el camino de muchos migrantes. Pero algo nos dice que esa esperanza no será posible si el que la espera, aunque creyente, está «instalado» en el presente, en su bienestar, en su mundo, «en su tierra firme».

Dios transfigura las dificultades y el horror… sin maquillajes

En una sociedad que alumbra depresiones y hace crecer exponencialmente los suicidios, entre ansiolíticos y frustraciones, la experiencia de nuestros maestros migrantes nos dice que la vida, en su dificultad, siempre es capaz de ser transfigurada por la mano del Dios que saben que siempre acompaña misteriosamente.

Dios camina entre los últimos

En nuestra sociedad de seguridades y de blindajes, el migrante sigue siendo «el último». Ha dejado todo para aventurarse a lo desconocido y peligroso. Muchos son los pobres, pero, además, el migrante asiste a un sucesivo proceso de despojo, primero de familia, tierra, luego raíces y trabajo, más tarde de identidad en una sociedad que a menudo no lo acoge.

Jesús es el inmigrante por antonomasia. En su rostro se esconde cada historia de migración y nos dice en cada una de ellas: «Ese inmigrante soy yo» (Mt 25,44).

Cada migración, y cada lágrima, nos descubre un nuevo lugar teológico desde donde tenemos la suerte de acercarnos y estremecernos ante la presencia del Dios que sigue haciéndose último. Dios camina entre los CIE, entre los centros de acogida, entre los pisos de alquiler hacinados, o entre los que viven de las migajas de nuestro mundo; entre quienes han dejado todo para salvar a sus familias y para aventurarse a lo desconocido y peligroso con Dios como único sustento. Despojados del derecho a quedarse y de siquiera una mínima libertad de elección.

Muestran la fortaleza en la debilidad y nos preguntan, desde el evangelio hecho historia de los últimos, si de verdad creemos que esa pobreza y la debilidad son nuestras herramientas y las de Dios para caminar y cambiar el mundo blindado y encerrado: ¿creemos de verdad que Dios nos rescata por medio de los más vulnerables?, ¿creemos en la fuerza de la pobreza como medio de anunciar el evangelio?

O más adentro: ¿pretendemos servir a los débiles desde la sabiduría y fuerza del mundo o desde la novedad del Evangelio?, tal como sintetiza el Apóstol: «Pues ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9). Dios, desde los migrantes, dice que está liberando y actuando a través de la debilidad y no de la fuerza.

Dios sigue dibujando su proyecto. Los migrantes son sus profetas 

Ellos son una nueva edición del evangelio, pues, entre los caminos de la vida, los migrantes nos invitan ahora al banquete del reino.

Son profetas del clamor de Dios que desnuda un sistema político y económico excluyente, y el más salvaje capitalismo que no tiene misericordia con los más pobres que, por otra parte, se hacen más pobres y violentados, pues, en los migrantes todo es negocio, son vendidos y explotados. Denuncian de las sociedades, como dice el papa Francisco para la JMMR del 2019, el «marcado individualismo que desarrollan en su seno», individualismo que, «combinado con la mentalidad utilitarista, y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”».

Hablar aquí de Dios es saber que se pone de su parte. No es imparcial y apuesta por ellos. Por eso nos pregunta ahora de qué parte nos ponemos los que vivimos en esta sociedad de destino.

Como profetas denuncian y anuncian que no hay lugar para ninguna esperanza tras la engañosa seguridad de nuestros graneros repletos para muchos años. Ni tras la engañosa seguridad de nuestros fosos, nuestras concertinas, nuestra inteligencia artificial, nuestro bienestar, nuestro dinero.

Dios respira en cada comunidad fraterna

Al estilo de lo vivido en Villaverde, con aquellas orantes norteafricanas, aprenderemos a hablar de Dios no solitariamente o desde los grupos de «iguales», sino desde lo concreto de tener una comunidad de diversos que abraza la realidad concreta de cada pueblo o barrio, y la hace camino.

La migración está dando una nueva cara a la Iglesia en cada comunidad cristiana. Hace posible que vivamos ya la fraternidad humana de forma concretísima, como proyecto que va creciendo entre nosotros. Así lo vemos por tantos rincones.

La comunidad fraterna, como tantas parroquias y comunidades ya lo hacen, es la que se convierte en la parábola de la presencia de Dios entre su pueblo, en cada rincón, en cada ciudad o pueblo. Es la plataforma desde donde hablar y contar hoy a Dios. La eucaristía es el modelo, la fuente y el paradigma.

No es emitir solo discursos sobre la koinonía o el diálogo, sino esforzarnos por hacer significativas y eucarísticas a nuestras comunidades, para que sean lugares donde se anuncia sencillamente la fraternidad en este mundo plural (cf. Mt 25,35-43).

Y eso se hace no solo analizando si somos o no acogedores, o si hay o no migrantes en nuestras comunidades. Implica preguntarnos por el papel que tiene este signo de los tiempos en la vida de cada comunidad. La presencia pasiva o asistencialista del migrante o extranjero, reducido al rol de «huésped» a expensas del «anfitrión», atrofia la vida comunitaria y coloca al migrante como un eterno inmigrante, siempre como un recién llegado y necesitado del permanente amparo del que superiormente acoge.

La pregunta que nos seguimos haciendo sigue siendo la misma que plantearon los obispos de la CEE el año 2007: ¿hacia qué modelo de comunidad nos dirigimos? (La Iglesia en España y los inmigrantes, p. 38).

La construcción de las comunidades acogedoras y misioneras del futuro tendrá que beber de la pastoral de migraciones para entender las oportunidades y fortalezas que aporta la diversidad cultural, los nuevos vecinos y miembros de la comunidad que llegan.

La hospitalidad será la herramienta y la música para explicar cómo es Dios desde nuestras comunidades.


[1] En 2007 la CEE aprobó la exhortación La Iglesia en España y los inmigrantes. Una línea maestra de este documento es la comprensión de este acontecimiento como una oportunidad.

Publicada orignalmente en la revista Migraciones

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