El mes de junio siempre ha sido el mes del Sagrado Corazón, devoción que hunde sus raíces en el misterio de la Encarnación, pues a través de este misterio se manifestó de manera sublime el amor a la humanidad. Jesucristo quiere permanecer con nosotros en el misterio de la Eucaristía, tal como celebramos en el día del Corpus Christi. La humanidad tiene que vivir del amor de Dios. En este tiempo de pandemia hemos visto que necesita de este amor. Sabiéndolo o no, los hombres están sedientos en lo más profundo de su corazón de la misericordia de Dios, de ese amor sin medida que nos regala Cristo. ¡Qué bien se entienden aquí las palabras de san Agustín cuando describe ese amor cargando el corazón con las miserias ajenas! Dice así: «La palabra misericordia deriva su nombre del dolor por el miserable. Las dos palabras están juntas en un solo vocablo: miseria y corazón. Cuando tu corazón queda tocado, afectado por la miseria ajena, eso es la misericordia. Fijaos, entonces, hermanos míos, que todas las buenas obras de nuestra vida son fruto de la misericordia» (cfr. Sermón 358 / A, 1: PLS 2, 671). Pero ¡cuánto nos cuesta a veces dejarnos afectar por la miseria, la pobreza o las necesidades de los demás, que a veces no son solo materiales!
Tenemos necesidad de profundizar en nuestra relación con el Corazón de Jesús. Hemos de acoger ese amor cada día más y mejor. ¿Qué significa hoy para nosotros conocer en Jesucristo el amor de Dios? ¿Cómo unir ese amor que Cristo tenía al Padre con el amor al prójimo? Es necesario responder a estas preguntas para construir la cultura del encuentro. Dejemos la nostalgia y el pesimismo y volvamos a tener sed del encuentro con todos, la sed que tuvo Jesús, la que regaló a los discípulos el día que se apareció a ellos cuando estaban en aquella estancia con las puertas cerradas por miedo. Tenían nostalgias y pesimismos. Sin embargo, el Señor se hizo presente en sus vidas, regalándoles su paz y su aliento, la fuerza del Espíritu Santo que es amor. Ese Espíritu Santo que nos hace salir al encuentro de todos los hombres. Y aquellos hombres con la paz de Jesús y su aliento, llenos de alegría, volvieron a abrir puertas, a quitar miedos y salieron a encontrarse con los hombres. El Corazón de Cristo había alcanzado su corazón. De tal manera que podemos decir que el Corazón de Jesús es una pasión por el otro, una compasión que ha de pasar necesariamente de Dios a nosotros. Eso es lo que quiere Jesús de nosotros los discípulos cuando nos dice: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
Hagamos que se reconozca el amor que Dios nos tiene. Hay unas palabras del apóstol san Juan muy claras para entender esta realidad: «No amemos con palabras, ni con la lengua, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3, 18). Porque el amor de Dios es siempre histórico, pues no nos evoca ideas, sino que nos evoca experiencias vividas. El amor de Dios es activo y tiene un carácter práctico. No tiene sentido hablar del amor de Dios y del Corazón de Cristo, ni de nuestra devoción a Él, si no nos lleva a actuar de una manera, con obras que cambian la vida de aquellos a quien el amor se acerca.
Verificamos que amamos si se da una entrega confiada al servicio de este amor. ¿Cómo? Como lo hizo Jesucristo. Mostrando siempre que damos vida, mostrando la ternura y el amor de Cristo, tal y como Él nos lo describe en el Evangelio, en todos los encuentros que tuvo con los hombres y que tiene su expresión máxima en la cruz; cuando prorrumpe en aquellas palabras que son para todos nosotros también: «Perdónalos porque no saben lo que hacen». El mes y la fiesta del Sagrado Corazón nos invitan a acoger el amor del Señor y por ello a entregarnos a darlo. Quien deja entrar al Señor en su vida, queda modelado por Él. En este sentido, siempre pienso en nuestro Bautismo: constitutivamente estamos modelados para vivir un amor compasivo. El Señor nos ha dado su vida, poseemos su misma vida, regalemos esa vida. Recordemos a san Juan: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16).
En este tiempo de pandemia, con tantos sufrimientos por la crisis sanitaria, por la crisis económica, por la crisis social, debemos dejar que resuenen en nosotros aquellas palabras de Jesús a los discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!». Son palabras que nacen del Corazón de Cristo. De tal manera que todos nos pongamos manos a la obra en la medida de las responsabilidades de cada uno: resolviendo las causas estructurales, promoviendo el desarrollo integral de todos y con esa predilección por los más pobres, teniendo gestos cotidianos de solidaridad ante las miserias que nos encontremos, proponiendo soluciones, reflexionando sobre las prioridades que debemos establecer… La pandemia nos obliga a reflexionar sobre los pilares fundamentales que nos sostienen: la vida como valor que ha de ser tutelado y promovido, la familia como fundamento de la convivencia y como remedio a la desintegración social, la educación integral con todas las dimensiones que constituyen al ser humano y de las cuales tiene necesidad… Seamos valientes, pues el Corazón de Cristo traspasado y Crucificado nos impulsa a asumir tareas que está reclamando esta humanidad. No permanezcamos sordos a los gritos que están dando los hombres de todas las latitudes de la tierra.
Ante los retos que afronta la humanidad, no es secundario tener el Corazón de Cristo. El amor de Cristo nos marca una dirección, nos hace tomar decisiones que pongan bases sólidas para edificar una sociedad justa e inclusiva, en la que nadie quede atrás. ¿Qué decisiones?
1. Pongamos a la persona humana y sus derechos fundamentales en un lugar central.
Como decía un profesor amigo, no nos dejemos arrastrar por intereses cuestionables.
2. Construyamos un mundo armónico y sin rencillas.
Busquemos los recursos necesarios para garantizar una vida digna y con plenitud, que mire al presente y al futuro, que abra a los hombres a todos y también a Dios.
3. Busquemos el bien para todos sin olvidar a nadie.
Dediquemos tiempo a eliminar injusticias e iniquidades. Que a nadie le falte el pan cotidiano, que nadie carezca de los medios necesarios para subsistir y vivir con la dignidad de hijos y hermanos.
4. Cuidemos nuestra tierra, no causemos más heridas a la tierra en la que habitamos.
No arruinemos la obra que salió de las manos de Dios. Cuando causamos heridas dificultamos que sea fuente de vida para todos.
5. Hagamos una educación integral e integradora.
Esta pasa por sabernos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres para hacer de este mundo un lugar de encuentro y fraternidad. Es una tarea urgente para mostrar un porvenir lleno de luz, capaz de encarar todos los retos con confianza e ilusión.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid