En Adviento el Señor nos invita a despertar y sentir nuestra realidad y la de todos los hombres de una manera nueva. No estemos fatigados ni desesperanzados, ni tristes. Aunque la realidad de nuestro mundo presenta situaciones y aspectos negativos, los discípulos de Cristo tenemos y vivimos con razones suficientes para la esperanza. El Adviento nos llama, nos invita y nos convoca a la esperanza. Nos hace ver dónde se encuentran las fuentes de la esperanza y nos llama con fuerza a beber de las mismas. Miremos hacia adelante, no tengamos la tentación de mirar atrás. No hablemos de cara al pasado. Sintamos el gozo de haber sido llamados a ser discípulos de Cristo y miembros vivos de la Iglesia aquí y ahora, en este momento histórico que nos toca vivir. El recurso de la Iglesia es Cristo y su Evangelio; es la fuente de la que mana todo lo que somos.
Hoy como ayer podemos hacernos estas preguntas: ¿Rezamos? ¿Nos reunimos para orar juntos como comunidad? ¿Cómo rezamos? ¿Cómo salimos y hacia dónde después de orar? ¿Dónde y con quién está nuestro compromiso? Un día alguien me dijo con la fuerza de su testimonio de vida: «Termina el día escuchando la Palabra de Dios. Haz silencio, deja tus palabras, canta salmos y escucha la Palabra». Ya desde este momento, os digo y me digo a mí mismo: termina el día escuchando la Palabra, estoy seguro de que escucharás más y mejor las palabras de los hombres, sus gritos, sus anhelos y además sabrás cómo responder a ellos mejor.
¡Qué fuerza tiene el Adviento! Nos llama a la conversión para la esperanza. En una de las visitas que hice al CIE, al terminar me llamó un interno y estuve unos momentos hablando con él. Me decía: «Tengo dolor por estar aquí pero, al mismo tiempo, miro la realidad y todo lo que he vivido hasta llegar aquí con el corazón. Así lo experimentaba mientras miraba el icono de la Virgen que nos ha dado para pasar de uno a otro: la Virgen María vivía y se dejaba afectar en el corazón». Así se entiende aquella salida inmediata después de haber dado un sí a Dios para visitar a su prima Isabel. Un cristiano deja que su realidad y la de tantos hombres y mujeres del mundo, afecte a su corazón y, al mismo tiempo, que le afecte la fuerza de la Palabra. Se une la realidad de los acontecimientos con la realidad de un Dios que nos ama.
Me gustaría que todos los hombres y mujeres estuviésemos afectados por las situaciones que vivimos, que no fuéramos indiferentes a ellas. Y las realidades son los acontecimientos y Dios que no se separa de nosotros ni de nuestra vida. Así lo hizo Jesús, que se dejaba afectar y sentía compasión, de tal manera que lo mejor de sus entrañas salía y curaba, sanaba y daba vida. Como discípulos de Jesús escuchamos la Palabra, dejamos que nos acompañe día a día y es así cómo entendemos, desciframos y discernimos los acontecimientos y todos los encuentros que tenemos en los diferentes ámbitos de la vida.
El tiempo de Adviento nos invita a orar más, a tener una relación más profunda con el Señor. Aquella relación que tuvo la Virgen María, figura especial del Adviento, con Dios. Fue tan honda que Dios le pidió que prestase su vida para darle rostro humano. María permaneció oyente y orante. Este acontecimiento alcanza a todos los hombres y nos abre a la novedad más grande. La escucha y la oración nos ayudan a estar despiertos y nos llevan siempre a ver más y mejor: ver a Dios y ver a los demás y sus necesidades. La oración nos ayuda a abrirnos al mundo, a mirar el mundo y comprenderlo a la luz del Evangelio. De esta forma se hace realidad aquel sueño de san Pablo VI en la encíclica Ecclesiam suam: «La Iglesia se hace Palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio».
El tiempo de Adviento nos sitúa en la esperanza. Nos creíamos que los hombres, con nuestras capacidades y progresos, seríamos plenos, que nuestra casa común la dominábamos, pero estamos estropeando la obra del Creador. Millones y millones de personas ingresan en la cultura del descarte. La economía mira el rédito y olvida al hombre. La Iglesia tiene el atrevimiento de salir al mundo y vivir esos dos aspectos fundamentales que le gustaba decir a san Pablo VI: el cristiano ha de vivir en medio del mundo desde la simpatía y la conmoción. Sí, ambas nos permiten estar cerca de todos, conocernos y conocer, compartir debilidades y límites, ser atrevidos. ¿Qué ocurre en el mundo? ¿Qué sucede en lo profundo del ser humano hoy? ¿Por qué hoy nadie garantiza que el poder de las naciones sea para hacer el bien, para utilizar todo, saberes y recursos, llevando el bien a los hombres y a los pueblos? ¿Qué nos pasa?
El Adviento nos invita:
- A estar y vivir vigilantes (Mt 24, 37-44). Medita si puedes esta página del Evangelio que se proclama el primer domingo de Adviento. Estemos muy atentos para distinguir aquello que es principal y lo que es secundario. ¡Qué importancia tiene sentirnos interpelados y discernir los signos de los tiempos para ponernos al servicio del Reino, dejándonos guiar por el Espíritu! Estamos viviendo cambios importantes que afectan a la vida de todos los hombres y de todos los pueblos. El Señor nos invita a estar vigilantes. Porque la Iglesia no puede estar ajena a la realidad, al dolor del planeta y de los hombres que vivimos en él. ¿Qué es la vigilancia? Estar disponibles para vivir en armonía con Dios, con uno mismo, con los demás y con la tierra. Hay preguntas que debemos hacernos: ¿Qué mundo queremos dejar para los que vienen detrás de nosotros? ¿Para qué estamos y trabajamos la tierra? ¿Para qué nos necesita esta tierra? Quizá hoy con una intensidad más profunda se nos está llamando a cambiar de ruta, a esa conversión ecológica que va mucho más allá. Se trata de situarnos en un mundo donde todo está conectado: economía, tecnología, progreso, valor de la persona, el sentido humano profundo que tiene la ecología, las relaciones entre los hombres y pueblos…
- A vivir en fe y en una adhesión absoluta a la Palabra de Dios (Lc 1, 26-38). Medita esta página del Evangelio en la fiesta de la Inmaculada Concepción. Todo cambió en esta humanidad, en la historia de los hombres, en el modo de entender la vida, de comprender al ser humano, el día en que esta mujer excepcional y única, María, expresó después de hacer aquella pregunta al ángel, «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?», y escuchar la respuesta, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios». María nos muestra que la fe engendra valentía para decir a Dios con todas las consecuencias: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra». Dejémonos acompañar por la fe silenciosa y efectiva de María, que se fió y creyó. Ella se adelantó a escuchar, a protagonizar, a tomar una decisión que ilumina siempre la mente y el corazón.
- A vivir en esperanza que es dimensión constitutiva de nuestra existencia (Mt 11, 2-11). Juan Bautista había oído hablar de Jesús en la cárcel, especialmente de sus obras. Por eso envía a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?». La respuesta de Jesús es clara: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados». Atrevámonos a hacer lo de Juan. Preguntémonos quién, como Jesús, tiene una respuesta tan clara que nos inyecta esperanza, no con palabras sino con obras. Esas obras que engendran en nuestra vida amor, limpieza de corazón, ayuda al otro, capacidad y fortaleza para dar la vida… Adentrémonos en los signos que nos da el Señor y que engendran esperanza.
- A vivir ante un Dios desconcertante que nos invita a entrar en su misterio (Mt 1, 18-24). San José, el esposo de María, adquiere protagonismo. Se le pide que, como Abraham, responda con la acogida de la Palabra, que lo haga en el silencio y que lo muestre con su comportamiento posterior. ¿Os habéis dado cuenta de lo que supone para san José poner su seguridad en un niño aún no nacido? «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo». Déjate invadir y envolver por su misterio, acógelo, descubre que está en medio de nosotros. Es un Dios con nosotros; puso su tienda en medio de nosotros. Déjate evangelizar por su cercanía y su amor. Como san José, deja que desestabilice tu vida, pues la llena de Dios y de alegría.
Con gran afecto, os bendice,
Carlos Cardenal Osoro Sierra, arzobispo de Madrid
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