Siguiendo el itinerario que nos marca el Papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti descubrimos que el testimonio es siempre esencial, pero más si cabe en el quehacer educativo. Testimonio que puede llevar a quienes nos encontramos, muy especialmente a quienes educamos, a una salida de sí mismos para entregarse a los demás.
Los grandes educadores nos enseñan que este arte de educar no solamente se realiza con teorías que más o menos pueden ayudarnos, sino que depende de contar con testigos que unen palabra y testimonio. Cuando tenemos presente la vida de la Iglesia desde su nacimiento vemos que en su misión fundamentalmente está testimoniar la verdad de Jesucristo, Palabra encarnada. De tal manera que han de ir unidos Palabra y testimonio. Y esto es válido para todas las tareas de evangelización de la Iglesia, también para la tarea educativa.
Nos dice el Papa Francisco que «un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud “si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. Ni siquiera llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros: “Solo me comunico realmente conmigo mismo en la medida en que me comunico con el otro”» (Fratelli tutti, 87). Estas palabras, a mi modo de ver, tienen una fuerza singular en la tarea educativa. No es posible educar sin testigos sabios que acompañen y en cuyas obras y palabras se vea la entrega propia. Una educación verdadera necesita hombres y mujeres que sepan y transmitan conocimientos, pero que sobre todo amen y se entreguen creando vínculos de comunión y de fraternidad.
Para lograr que una persona salga de sí misma al educador cristiano no le basta decir que tiene fe. Nos lo recuerda el apóstol Santiago cuando nos señala que «la fe si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2, 17). Convertida la educación en un modo concreto de anunciar la Buena Noticia, tiene que ir acompañada de esa caridad que no es una actividad asistencial, sino que pertenece a la naturaleza y a la esencia misma de lo que es la Iglesia. Asegura el Papa Francisco que «nuestra relación si es sana y verdadera, nos abre a los otros que nos amplían y enriquecen» (Frattelli tutti, 89) y sigue diciéndonos que «el amor implica algo más que una serie de acciones benéficas […]. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida». «Solo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos», asevera (cfr. Fratelli tutti, 94).
¿Qué es lo que se espera de un educador cristiano? Que en todas las circunstancias sea fiel a la tarea que se le ha encomendado. Lo cual implica en primer lugar, la experiencia real y profunda de Jesucristo, Dios encarnado, y una amistad profunda con Él. Vive en su nombre la misión de educador y no es suficiente un conocimiento intelectual de Cristo y su doctrina. Por otra parte, el arte de educar requiere libertad y autoridad; requiere un compromiso personal con Cristo y coherencia.
La parábola del buen samaritano, de la que nos habla el Papa Francisco en la encíclica, nos sitúa en el corazón de lo que ha de ser un educador-testigo. La pregunta «¿quién es mi prójimo?» tiene que tener una respuesta. Mi prójimo es ese con quien me encuentro en estos momentos y amar es comportarse como el buen samaritano, «ve y haz tú lo mismo». Al educar no solamente transmitimos conocimientos teóricos, sino que proponemos un modo de vida decisivo para construir esta nueva época en la que estamos. El respeto a la vida de todos es la primera justicia y se ha de convertir en un imperativo inderogable; el educador debe ser profeta y hacer saber que, quien profana al ser humano, está profanando la propiedad de Dios. En este sentido, me gustaría recordar que:
1. El educador no puede excluir de la vida pública el amor cristiano que tiene rostro humano, pues es «el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana» (Deus caritas est, 15).
2. El educador ha de mostrar el amor de Dios. Sabe que la atención afectiva que prestamos al otro provoca una orientación a buscar su bien gratuitamente.
3. El educador experimenta y transmite que el amor cristiano conduce hacia el amor universal. No nos construimos aislándonos, sino que el amor descrito por Jesucristo, por su dinámica propia, reclama una apertura permanente y creciente que engendra una capacidad mayor de acoger a los otros. Es toda una aventura que nos lleva a la fraternidad universal.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid
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