«Hay fechas que quedan grabadas a fuego en el alma de un pueblo». Así ha comenzado la homilía del cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, en la misa funeral en memoria de las víctimas del 11-M, cuando se cumplen veinte años de los atentados en el que murieron 193 personas y resultaron heridas más de 1.800. Una hora antes, con motivo de dicho aniversario, las campanas de las iglesias de Madrid han sonado durante dos minutos, invitando a la oración por las víctimas y sus familias.
La Catedral de la Almudena ha acogido esta celebración a la que han acudido los cardenales, arzobispos eméritos Antonio María Rouco Varela y Carlos Osoro, los obispos auxiliares Juan Antonio Martínez Camino y Jesús Vidal Chamorro, el Jefe de la Casa de Su Majestad el Rey, Camilo Villarino Marzo, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el alcalde de Madrid, José Luis-Martínez Almeida, el delegado del Gobierno en Madrid, Francisco Martín Aguirre, y demás autoridades y representantes eclesiásticos, políticos, militares y civiles.
«Estoy casi seguro de que la mayoría de nosotros recordamos cómo amanecimos aquel trágico jueves de hace veinte años, dónde estábamos cuando tuvimos noticia de los atentados y cómo vivimos las primeras horas, a quién llamamos o quién nos llamó. Y las jornadas inciertas que se abrieron», ha recordado el cardenal. «En plena hora punta, la sucesión de explosiones en cuatro trenes dejaba 192 personas fallecidas, asesinadas por la violencia terrorista, y un número elevadísimo de heridos. No son números. No son estadísticas. Son vidas humanas que quedaron segadas de golpe. Individuales, singularísimas, únicas, irrepetibles, todas especiales».
Los fallecidos, ha señalado, «eran hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. Eran esposos, padres, madres, hermanas, hijos e hijas, amigos, vecinas, compañeros de clase o de trabajo. La muerte, cruel, prematura y violenta, se adelantó. Víctimas fueron los que fallecieron. Víctimas también los miles de heridos, muchos de ellos con secuelas que los acompañarán para siempre. Y víctimas son quienes se quedaron aquí, con un vacío imposible de llenar como bien sabéis muchos. Algunas de esas víctimas, familiares y amigos estáis hoy aquí. Otros están dispersos por muchos lugares. A todos queremos ofreceros hoy el abrazo sentido y cariñoso de la Iglesia, el deseo de que vuestras heridas vayan pudiendo cicatrizar con consuelo, abrazos, medidas institucionales de apoyo efectivo, y la promesa esperanzada de nuestro Dios de que la muerte no tiene la última palabra».
Por ello, ha dicho, «hoy tenemos la necesidad de juntarnos para recordar. Hemos escuchado en el evangelio cómo Jesús invita a los discípulos a seguir haciendo memoria suya. Cada eucaristía que celebramos es memoria de su vida entregada. De su pasión. De su amor incondicional. Hacemos memoria de la vida de Jesús, también truncada a destiempo, trágica y cruelmente. Y en cada misa también hacemos memoria de nuestras vidas. Quisiera unir hoy ambos recuerdos. El recuerdo de nuestra historia dolorida, y el recuerdo de la vida entregada de Jesús. Hacer memoria es importante. Recordar es un deber. Es un valor. También una necesidad».
Así, ha insistido, «recordar es un deber. Se lo debemos a quienes ya no están. Y nos lo debemos a nosotros mismos como sociedad. Debemos recordar a las víctimas que siguen vivas en nuestra memoria y pedir para ellas el abrazo de Dios». Pero, recordar «es también un valor para buscar la verdad y reaprender a vivir». La mirada al pasado «no ha de ser una mirada que se quede atrapada por la dureza inexorable de los hechos. Tampoco una mirada interesada al servicio de la propia ideología. Si miramos al pasado, es para aprender de nuestros errores, para no volver a repetirlos. Y para poner en valor nuestros aciertos y logros, para cuidarlos como el bien delicado que son».
Esa mirada, ha dicho, es también una necesidad: «Necesitamos hacer una lectura que nos ayude a procesar lo vivido. La memoria hace presente lo de otro modo ausente. Esa lectura pide tiempo y serenidad para tener perspectiva. En algún punto del camino necesitamos encontrar un nombre para lo ocurrido. Por eso es tan especial este momento. Porque parece que veinte años ya permiten intentar tener esa perspectiva».
El arzobispo de Madrid ha pedido que, desde una memoria necesariamente dolorida, «proponer hoy una mirada creyente» que «también es necesaria»: «Es más, pienso que esta mirada es válida, no solo para quienes comparten la misma fe. Muchos de sus elementos forman parte del propio ser humano y de nuestra necesidad de comprendernos y encontrar sentido a lo que nos ocurre. Por eso, me gustaría invitaros a todos, creyentes y no creyentes, a sumaros conmigo en esta lectura. Nosotros somos hoy, parafraseando a san Pablo, los que nos reconocemos apurados, pero no desesperados; los que nos encontramos a veces confundidos, pero no desnortados; cansados, pero no dispuestos a rendirnos; no comprendemos todo, pero aun así, somos capaces de seguir confiando y creyendo».
De la mirada creyente lo primero que brota, paradójicamente, es una acción de gracias. «Evidentemente, no se trata de dar las gracias por lo que ocurrió. Damos las gracias porque, a la luz de la tragedia, comprendemos y caemos en la cuenta aún más del valor de la vida, de tanta bendición que a menudo damos por sentada y nos pasa desapercibida». Así, ha dicho, «damos las gracias por el amor que nos unió y nos une a nuestros seres queridos. Por sus vidas. Por la huella indeleble que dejaron en nosotros. Y también por quienes, de modo a menudo anónimo, gastan su vida para que otros vivamos en paz.».
En segundo lugar, brota una petición de perdón: «Una vez más y especialmente en este tiempo. Perdón porque en un mundo como el nuestro, en el que el ser humano es capaz de tanta belleza y posibilidades, es también capaz de sembrar tanto dolor y destrucción. El terrorismo, el recurso a la violencia, es una forma equivocada y llamada a fracasar para afrontar los conflictos». Lo tercero, «es un compromiso por convertirnos». Coincidiendo con el tiempo de Cuaresma, «que para los creyentes es un tiempo que invita a cambiar el corazón y algunas veces implica cambiar de rumbo y modificar los hábitos del corazón: pasar de la actitud violenta a la paz, del odio o las descalificaciones sistemáticas a la misericordia, de la indiferencia a la cercanía, de la distancia y la asepsia a la convivencia amable y comprometida con el otro y sus necesidades».
Otras veces esa conversión es crecimiento, ha insistido: «Porque nos podemos instalar en lo fácil, lo leve, y pactar con lo cómodo. ¡Y no basta! Necesitamos crecer en humanidad. No basta una política de vuelo rasante y mirada cortoplacista e interesada. Nos hace falta con urgencia el verdadero diálogo de quien está dispuesto a escuchar y a hablar. En ese orden. No es suficiente una liviana preocupación por el bien común».
Por último, ha concluido, «esta mirada al pasado no debe ser una mirada que se quede atrapada en él. Mirar al pasado nos tiene que comprometer con el futuro. Y a esto es a lo que llamamos esperanza. La memoria que estamos compartiendo hoy nos hace vibrar con una doble esperanza: que la gente de paz tendrá más fuerza que la gente violenta, y que la esperanza se basa no solo en esta historia de tejas abajo. Es virtud teologal. Por eso es también, y sobre todo, la esperanza en que la muerte no tiene la última palabra».
Al finalizar, ha querido hacer un llamamiento «a los creyentes, os pido que demos testimonio de una esperanza firme: «A todas las gentes de Madrid os invito a cuidarnos, a que seamos conscientes del regalo que somos los unos para los otros y que cuidemos amablemente cuanto sostenemos. A las autoridades y personas que ocupáis en este momento puestos de responsabilidad: no dejéis de tomar en serio vuestras propias palabras al servicio del bien común; convertidlas en herramienta activa para la paz, la justicia, la concordia y la convivencia. Y a las víctimas y a sus familias, queridos amigos, dejaros encontrar por Dios; El os regalará el consuelo, la sanación y la luz. Contad siempre, de su parte, con nuestro abrazo cariñoso y esperanzado».