La pandemia, que de acuerdo con los datos está remitiendo, ha sido tiempo de desasosiego y a la vez de búsqueda de felicidad, de buscar ese Amor que nos salva y nos da presente y futuro. Hemos estado apasionados por ver cómo se investigaba y desaparecía este virus que nos tenía atemorizados y nunca satisfechos. Esta inquietud nos ha unido a todos. Ha sido, sin lugar a dudas, un punto de encuentro y de convergencia en medio de las diferencias. ¡Qué lectura honda podemos hacer de esta situación! Hay una que surge de inmediato: la sed de amor y de felicidad que tenemos todos los hombres, que aparece cuando nacemos y desaparece cuando damos en este mundo el último suspiro. Pero esta sed la podemos quitar en este mundo sencillamente dejándonos envolver por el Amor de Dios manifestado y revelado en Jesucristo.
Es evidente que todos tenemos necesidad de ser felices, pero ¿qué felicidad buscamos? ¿Qué medios pueden asegurarnos la misma? ¿Qué lugar ocupa el prójimo en esta búsqueda? La pandemia nos ha situado en una vulnerabilidad tan profunda, que nos ha permitido caer en la cuenta de que esa felicidad querida, buscada siempre, ansiada por todos los hombres, no la encontramos con nuestras fuerzas que son limitadas, sino que hemos de buscarla más allá de nosotros mismos. Los que creemos sabemos quién nos la puede dar, cómo se alcanza. Es cierto que, entre nosotros, algunos piensan que para alcanzar la felicidad hay que liberar de Dios al hombre, pero en esta pandemia hemos experimentado que depender de nosotros mismos o de lo que se descubriese para liberarnos del virus no basta. Hemos sentido la necesidad de la cercanía de Dios al hombre. De un Dios que ama la vida del hombre y que ofrece la alegría duradera a todos los hombres.
¡Qué bella es la vida! La experiencia cristiana nos dice que, a pesar de las pruebas que encontremos en el camino, de las contrariedades que surjan en el mismo, Dios nos ama. La prueba evidente de ese Amor nos la dio haciéndose presente en este mundo a través del misterio de la Encarnación, tomando rostro humano. No estamos solos, acompaña nuestra vida en todas las situaciones. Esta realidad nos sitúa en la vida de un modo diferente, regalándonos un horizonte de existencia en el que el Amor mismo de Dios nos envuelve. Nuestra vida está marcada por muchas fragilidades, que se manifiestan en el niño, el anciano, el enfermo, el pobre, el que está abandonado, el inmigrante, en quien está en la cárcel o en quien sufre cualquier clase de marginación… Todos los sufrimientos nos hacen experimentar la fragilidad, pero en todos está el Señor que nos dijo: «Estaré con vosotros siempre».
En este año y medio de pandemia la experiencia de la fragilidad, de la enfermedad en nuestra propia vida o en la de nuestros seres queridos, nos ha recordado que no somos eternos ni somos omnipotentes. Es cierto que la humanidad hizo grandes progresos y conquistas, pero la vida no depende de nosotros solamente. Es más, la experiencia de la vulnerabilidad y de la fragilidad nos hace ver que los bienes más importantes son la vida y el amor. Y estos bienes no son nuestros, sino que nos han sido entregados y regalados por Dios mismo.
Esos deseos de vida, de seguridad, de tranquilidad, de felicidad, nos abren a un gran deseo de esperanza que existe en todo ser humano. El ser humano espera, pero ¿qué espera? La esperanza tiene que ver con la alegría de vivir, por eso no podemos vivir sin esperanza. Y esta no llega al corazón humano si no somos capaces de preguntarnos ¿para qué estoy aquí? La respuesta nos la ofrece Jesucristo, que nos regala un horizonte de sentido. La misma respuesta que regaló a la hermana de Lázaro cuando le dijo: «“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Ella le contestó: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”». Porque, quien se siente amado, buscado, sostenido en la vida diaria, va más allá del final. Con palabras de Gabriel Marcel: «Si hay en mí una certeza inquebrantable, es la de saber que, un mundo que es abandonado por el Amor se hunde en la muerte; pero allí donde el Amor perdura, allí donde triunfa sobre todo lo que quisiera abatir, la muerte es vencida definitivamente».
La pandemia que aún vivimos, marcada por la muerte, la enfermedad, el dolor o la soledad, nos ha hecho volver a mirar a Jesucristo que irradia y contagia su Amor. Un Amor de tal calado que nos hace salir de nosotros mismos para ir a los demás en su diversidad. La pandemia nos ha hecho redescubrir que estamos hechos para amar, pero no con cualquier amor, sino que hemos de acoger el Amor de quien verdaderamente nos ama y lo hace incondicionalmente. Siempre me gustaron y las llevo escritas en mi cartera estas otras palabras de Gabriel Marcel: «Amar a alguien significa decirle: ¡tú no morirás!». Yo añado que estas palabras solamente las puede decir Dios. Y así nos lo dijo Jesucristo: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid
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